Mendoza sabe a lucero verde. Es de color montañoso y negro el pelo. A su entrada un monumento fotográfico te recibe cuando viajas de oeste al sol. La mirada se encandila como la de un conejo y quedamos presos, indefensos ante la belleza del paisaje rojizo que nos captura y nos absorbe hasta la ciudad de las zanjas floridas y los hambrientos celestes.
Mendoza está allá arriba, está allá abajo, está lejos y cerca, pero no deja de ser un oasis sediento de paz, más paz de la que en sí misma desborda, sediento de lluvia y de sombra. Mendoza es una niña desnuda que en un sueño aparece volando, dando volteretas sobre la cama de la cual me invita a despegar.
Amo ese lugar desde sus cerros hasta sus telarañas. Me gusta sobre todo, porque no hay más que tres obligaciones en esa ciudad: hundirse, soñarla y aletear.
Mauricio Leandro
coño, compadre, qué sabrosura de cuartillas… qué derroche de colores nos pintas eh, que volá?