Cocodrilo

Cocodrilo copia

Me levanté tardísimo. No escuché ni el despertador, ni el televisor, ni la alarma antiaérea, ni el desfile militar. Cuando vi la hora no tuve más remedio que seguir tirado, no había tiempo ni para llegar tarde.

Iba a encender el televisor cuando algo extraño, qué digo extraño, extrañísimo, ocurrió. Miré el reflejo de la pantalla y estaba la cama vacía y el control remoto levitando, mi imagen no se reflejaba por ningún lado. Me asusté muchísimo unos segundos, pero luego dije, «ah, esto debe ser un sueño». Me paré, me acerqué a la tele y nada. Fui al baño de un salto y tampoco me hallé en el espejo. Tomé el cepillo de dientes y el reflejo mostraba un instrumento mágico que flotaba en el aire, pero de mí, ni la sombra.

Empezó a no ser tan chistoso el tema y más cuando la luz y el dolor me atormentaron diciéndome que eso no era un sueño. Tuve miedo, pero hice una pausa. Me tomé un vaso de agua y pensé, «hace tiempo que deseaba no ser visto por nadie, pisar bien fuerte los pies a los antipáticos y vengarme de los chismosos».

Salí de mi hogar silenciosamente. Miré a todos lados y al parecer nadie se daba cuenta de mi existencia. Debía hacer algunas pruebas de terreno. Hice un gesto como de golpe a un señor que pasó y nada, me bajé el pantalón en la panadería de la esquina y nada de nada. Al parecer toda esa ilusión de ser invisible era real. Vino la prueba de fuego, me colé en un paradero con inspectores del Transantiago, subí a un bus sin pagar y nadie reclamó, ni siquiera los sapos con chaqueta roja. Me oriné frente al palacio de La Moneda a un metro de un carabinero y éste mantuvo su mutismo.

Era real, estaba invisible, por fin fui transparente ante un mundo de mierda que no me reflejaba. Ya no sería más la estrellita triste que tilita, condenada sempiternamente en el paisaje del cosmos.

Me senté en el balcón principal de La Moneda, saqué una pequeña agenda robada al ministro del Interior y empecé a anotar las tareas secretas e invisibles que haría.

Me iba a vengar de todos esos que en el metro van con cara de culo, pero más que cara, van con la intención de pegarle todas sus frustraciones al resto del mundo empujando, gritando, maltratando. Me vengaría también de los conductores del Transantiago que sólo se detienen en los paraderos que les da la gana. No iba a faltar las secretarias amargas, los heladeros violentos, los buenos, los feos y los malos, los tan poca cosa que tiene que robar las miradas incomodando al mundo con el feroz volumen de un reggaetón absurdo vibrado desde un celular.

Resaltado con rojo estaban los miembros más despreciables del Sindicato Internacional de Mujeres (SIM). Los primeros nombres que subrayé eran los de aquellas personitas que le habían metido mierda por goteras al cerebro a mi ex novia. En esta parte de la lista, claramente nombraba a cada una de ellas y a los hombres que participaban en rellenarle el cráneo con excremento (hombres-amigos que, secreta o directamente, le confesaron que alguna vez estuvieron enamorados de ella y que como aves próximas a la carroña se abalanzaron en un solo pique desde el aire cuando supieron que la ninfa había quedado sola).

Estaban los que más y los que menos, pero también estaba ella, la pobrecita, la doliente, la que no paraba de llorar. Estaba como última en la lista, pero no era por restarle importancia. Ese vil engendro de Belcebú no era más que un triste cocodrilo llorón, echado como una toalla, relajado, pero hambriento, dispuesto a devorar a la más pequeña ave que se posara en su pico. Así fue.

Yo fui un pájaro posado en su nariz, ostentando mi colorido. Le hablé de mis vuelos, de los otros pantanos, de los cantos, de la libertad. El cocodrilo llorón me  escuchó, acomodó su hocico, me dijo que no parara. Le conté todo lo que sabía, triné en todos mis tonos. No fue color de rosas, muchas veces mis garras lastimaron su enorme protuberancia, critiqué su vagancia, pero la mayor parte fui feliz. Parecíamos una postal. Habíamos planificado emigrar a otras aguas, estábamos en eso, cuando ¡Zas!, abrió aquella boca como un piano y me devoró de un solo mordisco.

Perdí todos mis colores. Desde el estómago del cocodrilo escuchaba sus sollozos y aquel murmullo de, “ah, qué infeliz soy, no sé vivir, me he comido al plumífero”. Claro, el reptil se quejaba de su soledad, pero yo estaba muerto. Le entregué todo lo que sabía, no me quedaba más, me vacié total en ese animal y zas, nada, todo acabó. En su estómago me revolqué entre sus ácidos y su indolencia. El cocodrilo sufría, sufría mucho, pero nunca supe por qué no me dejó volar, por qué me cortó la vida tan repentinamente y luego decía “aún lo extraño”.

Volviendo a la línea de la historia, a la sin colores, sin pájaros, sin metáforas, sin fantasía. Era mi realidad esa, la de un patético hombre invisible sentado en el balcón principal de La Moneda, riéndose de todos, planificando una vil venganza, solo. Nadie percibía mi existencia y no me importaba. Me sentía como un trozo de carne masticado.

¿Qué contraste? Dos semanas atrás, a pesar de todo, sentía que el mundo estaba en mis pies y claro, era mi mundo aquella nariz, la del cocodrilo que me devoró y se lo llevó todo. A pesar de los pesares, aquel cocodrilo me dio seguridad, su rostro flotaba sobre el pantano impidiendo que mis alas se mojaran.

No, no había tiempo para el remordimiento. Conseguí un revolver y fui a matar a todos. Le saqué el arma a un policía distraído y nada. Miré mi lista y aunque todo estaba en orden, me vino un escalofrío por la espalda y no lo dude, empezaría desde atrás.

Fui a casa de mi ex. Entré por la ventana, imitando una historia que me contaron de desesperación. Desde su balcón vi que estaba conectada a una pantalla, riéndose con sus triviales series. Esperaría a que durmiera. Armé una banca y acaricié las plantas con cariño (era increíble estar ahí cuando creí que jamás volvería a ver esa ventana gigante). La niña no se dormía, seguía riendo. Fui a la cocina, me serví un vaso de agua y le metí el dedo a una barra de mantequilla. Caminé por la sala, saludé al padre (que estaba trabajando en su trabajo de hemisferio virado), me senté en el sillón y recordé aquella época en la cual me moría de miedo sentado allí mismo. La pena se apoderaba, no quería caerles mal a sus padres. Amaba tanto a aquella niña, que llegué a querer todo su mundo… No había nada que hacer, estaba allí colado, sin permiso, usando el truco más viejo que ha soñado cualquier hombre.

A eso de las 3 de la mañana se durmió. Abrí lentamente la puerta mientras recordaba la propuesta que le hice aquella vez en “Podría ser”. No se dio ni cuenta. Estaba allí, otra vez, echada como cocodrilo, con los ojos volados como una muerta, su boca entre abierta y su aliento exquisito. La observé mucho tiempo, entre la penumbra y las luces de la ciudad. Intenté hallar esos rincones de rostro que tanto besé. Al cabo de un rato, casi sin darme cuenta, el alba le iluminó los labios. El sol caía desde la cordillera sobre su pelo, mezclándose con sus cabellos de fuego. La observé mil veces y lloraba confundido. ¿Cómo puede ser ella la misma persona? ¿Cómo puede ser el animal de luz que coincidió tanto conmigo? ¿Cómo pudo parecerse tanto a mí, al punto de sentir que a veces las palabras bastaban?

La miraba y recordaba cuando hablábamos de lo ridículo que era el mundo; de lo extraño que eran los ojos o las orejas; de lo estúpido que eran las relaciones humanas y los límites morales; lo absurdo que es terminar con alguien y de un día al otro se convierta en un acto de violación hasta un beso de media luna. Era increíble, esa mujer que dormía era la misma que me amó incondicionalmente, es la misma que me devoró y me dejo sin vida, con ganas de morir solamente.

Mi rabia se apoderó de todo, hasta que habló la razón. Aquella mujer no era mi ex novia, se le parecía mucho, vivía en su misma casa y ocupaba la misma habitación, pero no era la habitante lunar que me enamoró, no era la mujer cómplice, la que coincidía en todo. Aquella que dormía prefería coincidir con los chismes del SIM y con los consejos de su madre.

No había nada que hacer. Le di un beso en la boca, solo por su parecido. Esperé que abrieran la puerta y huí. Fui a la calle a ser yo mismo, a intentar recuperar mis colores, era otro hombre invisible más, sin vida, que muere sin ser visto. Ella fue un momento de luz que me devoró.

Mauricio Leandro

2 comentarios en “Cocodrilo”

  1. Que gran desafio para la próxima enamorada de un escritor dolido por amor, tendrá celos seguramente de ese pasado, y no me perdería por nada del mundo, la defensa y justificaciones de ese carnal…convenciendo con la «frasesita» el presente es el que importa !!!…y tendría razón..por lo tanto..hoy en día…sufre no más..sobrino…las penas ..del amor es una razón bien dada.
    Mi sentido pésame.
    Un abrazo solidario y fraterno.
    Mario Urzúa

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